Te dije que me esperaras en la boca del volcán y así lo hiciste, aún sabiendo que yo nunca reuniría el valor para acercarme a la fuente de la que mana el fuego que habita en las entrañas de la Tierra. Tus ojos queman, me dijiste una madrugada de diciembre y algo se derritió dentro de mí. Entiéndeme, nunca pensé que serías capaz de hacerlo y, al mismo tiempo, estaba convencida de que yo acabaría subiéndome a aquel avión. Tengo miedo de perderte, te dije desde el otro lado del cristal y tú me contestaste que lo que debería preocuparme no era eso, sino la posibilidad de no volver a encontrarnos nunca. Levanto la vista y un cielo azul plagado de algodonosas pecas blancas me guiña un rayo de sol, obligándome, por un momento, a cerrar los párpados. Es entonces cuando te veo, tumbado sobre la arena, antes de ascender hasta el cráter coronado de humo. Pareces dormido, pero sonríes. ¿Acaso sueñas? ¿Con qué? Pero, sobre todo, ¿con quién? Sé que debería estar allí, pero es aquí donde me encuentro, mis manos manchadas con la sangre que mana de esta herida, que se abre un poco más a cada paso que apuñala la distancia que ahora separa nuestras bocas de lava enfebrecida. Juré que no lo haría, que jamás moriría por ti, pero mi réquiem está escrito en el pentagrama de tus dedos, poco importa el momento en el que sea interpretado. Y sigues allí y yo aquí, esperando ambos a que comience la erupción que consagre la fama de Pompeya; pero nada ocurre, ni siquiera en nuestro interior, porque el magma aún está frío y, mientras permanezcamos alejados, nunca entrará en ebullición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario