Tu cama es una tumba de silencios que huyen, asustados, de la luz. Sólo en la oscuridad de la noche adquieren sentido sus susurros, pero ellos se empeñan en exponerlos a los rayos del sol. Dicen que así te liberarás de su mordaza, sin darse cuenta de que, en cuanto amanezca, se convertirán en cenizas y esas cenizas sepultarán, hasta ahogarlo, tu asmático corazón. Creen que debes exorcizar todos tus demonios, pero ellos no saben que la verdad es un vampiro que drena tu sangre poco a poco. Aléjala de ti. Si no lo haces, pronto no quedará ni una sola gota circulando por tus venas. Finge. Siempre fuiste buena actriz. Rodea tu secreto de una frondosa ristra de ajo. Engáñate a ti misma para ser capaz de confundirlos a ellos o, mejor aún, deja que la verdad acabe contigo, exprimiendo hasta el último centímetro de tu mortecino cuerpo. ¿Ves? Ya lo has hecho, así que duerme tranquila, mientras ellos entierran tu cadáver sin sospechar que, en cuanto las tinieblas envuelvan el cementerio, toda tú despertarás de entre los muertos, afilados los colmillos, sedienta de mentiras que no hacen daño a quien las vomita sobre el suelo. Y podrás volver a mirarte en los espejos sin que ningún pálido reflejo te acuse con el dedo. Y todos gritarán despavoridos ante la ausencia de tu sombra, sin ser conscientes de que ellos y todas sus estúpidas verdades son los monstruos que pueblan las pesadillas de los niños más valientes.
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