Dime qué haremos cuando todo se derrumbe y no quede de nosotros ni el esqueleto de una idea, cuando los poetas callen y las fieras rujan, el agua se evapore y sólo la sangre corra entre las piedras del arroyo. ¿Sabrá alguien contar nuestra historia? ¿Podrán imaginarnos como realmente somos? ¿Será su ficción acaso más verdadera que nosotros mismos? Este cielo de plomo, menos pesado, pero mucho más aplastante. Esta lluvia de cristales rotos, noche calcada a aquella otra noche de miedo enlatado y odio sin causa. Sólo dime que alguien sabrá cómo contarlo. Mi dolor es un secreto descerrajado a medianoche y, aún así, hay tanto que nadie entiende, esta fe en el desastre, en la supervivencia de lo inerte, en el apocalipsis del cleptómano paso de los días. Este presentimiento informe, que muerde mis venas mientras duermo, que eriza mi piel ardiente y tensa el tambor de mi estómago ulcerado. ¿Cómo creer que hay salida si el laberinto no ha terminado de desplegar sus recovecos? Sólo Él/Ella podría entenderlo. Por eso lo/la mataron, dejándome huérfana de hombro sobre el que derramar todas mis lágrimas. La oscuridad me huele a asfalto, a neumático quemado en otro atasco de uñas que rehúyen la carne para clavarse en un volante. Y caminan los condenados lentamente hacia el cadalso, pies arrastrados sobre el barro y un pozo de dudas en el centro de su iris. Ellos también pensaban que serían otros los que morirían para salvarnos, pero cuando hay más balas que blancos en los que acertar, ninguna oración puede evitar nuestra condena. No me engañes, nadie sabrá jamás cómo contarlo, porque para entonces ya habrán muerto las palabras que ahora me escuecen entre los párpados. No importa. No es la primera vez que Dios expira en una cruz.
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