El cuerpo recuerda, sabe, entiende. El cuerpo no engaña, sólo delata, brújula erecta, que siempre apunta al Norte que la razón evita. El cuerpo es huraño, reacio a abrir todas sus compuertas, especialmente aquéllas que conducen a lo más profundo de su auténtico ser, caverna húmeda y oscura, resbaladiza piedra sobre la que no todos pueden transitar. Tus dedos son serpientes que muerden la yema de mi corazón, envenenando mi voluntad, hipnotizando mis labios. Quiero y no quiero seguir aquí, evaporarme como las gotas de lluvia que ahora resbalan sobre el cristal, huir de ti, de mí, de todo aquello que nos hiere y resucita al mismo tiempo. Mi cuerpo me grita todo aquello que mi cerebro no quiere oír. Tu mano quema sobre mi mano. Tus ojos me penetran, incluso cuando miran en otra dirección. Y trato de ahogarme en otra copa de vino, mientras tú secas la sonrisa de tus labios. Que nadie vea, que nadie intuya, que nadie llegue siquiera a sospechar. Aquella tarde no es tan diferente de esta noche, por más que tú y yo seamos ahora bien distintos. La metralla de tu ausencia, el silencio de mi espera, la incomprensión de tus marismas. Si sólo alguna vez nos dejáramos sepultar por los seísmos de la carne...
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