Marcos siempre había huido del amor como de la peste. Un niño grande incapaz de comprometerse sentimentalmente con nadie, nunca había deseado formar una familia ni estar atado a una mujer. Además, ya había visto en demasiadas ocasiones los efectos secundarios de las flechas de Cupido: uno a uno sus amigos más juerguistas habían acabado pasando por el aro y se habían convertido en devotos esposos y modélicos padres, que preferían quedarse en casa cambiando pañales o ayudando a sus mujeres a fregar los platos antes que tomarse una cerveza con los amigos o ir a un buen concierto, como solían hacer antes. Él, estaba seguro, nunca llegaría a tan lamentable estado de sumisión y falta de independencia.
A sus 35 años estaba orgulloso de poder gritar a los cuatro vientos que nunca había tenido novia. Es más, nunca había quedado más de cinco veces con la misma chica. Era un soltero sin compromiso orgulloso de ello, que disfrutaba de una activa y satisfactoria vida sexual, pero sin ningún tipo de dependencia emocional.
No obstante, las cosas cambian, incluso aunque nos resistamos a ello con todas nuestras fuerzas. Y lo peor de todo es que, en ocasiones, ni siquiera somos conscientes del peligro, por lo que nos resulta imposible evitarlo.
Cuando Marcos conoció a Isobel sólo pensó que estaba muy buena y que le encantaría acostarse con ella esa misma noche. No es que fuera guapa, pero tenía su morbo. No obstante, después de media hora de charla utilizando su pícara sonrisa y sus ojos azules como principales armas de seducción se sorprendió a sí mismo pensando que esta chica era distinta a todas las demás, que tenía algo y que, más que acostarse con ella, lo que le apetecía era seguir hablando y riéndose con su sarcásticos comentarios. Así que ese sábado, por primera vez en mucho tiempo, Marcos se fue solo a la cama y se alegró de ello: lo había pasado realmente bien con Isobel y había descubierto que no era una tía para follársela (estaba claro que era una mujer excesivamente inteligente y cerebral y este tipo de féminas nunca son buenas en la cama, porque tratan de racionalizar algo que es instintivo y nunca se dejan llevar). El problema es que Marcos e Isobel comenzaron a coincidir en algunos eventos organizados por amigos comunes (bonito eufemismo para designar a una boda) y el hecho de que ambos odiaran el matrimonio y estuvieran solteros y sin compromiso contribuyó a que siempre acabaran charlando largo y tendido, lo que deterioró la activa vida sexual de nuestro protagonista, si bien siempre se acostaba con una sonrisa en los labios a pesar de tener a su mano como única compañera una vez se acababa el bodorrio de turno.
Hay enfermedades cuyos síntomas son claros e inmediatos. Otras, por el contrario, se manifiestan de manera más sutil y menos evidente. El mal que se apoderó de Marcos pertenecía a este segundo tipo.
Seis meses después de conocerla, si le hubieran preguntado si estaba enamorado de Isobel, se habría echado a reír. Vale, Isobel le caía bien; bueno, muy bien; tenían una misma forma de ver la vida, los mismos gustos musicales, literarios y cinematográficos; algunas aficiones comunes...Y sí, estaba buena y, si no la conociera, se la habría tirado con los ojos cerrados. Pero, como ya he dicho anteriormente, era excesivamente inteligente y cerebral como para tener una aventura con ella.
El problema es que Marcos estaba demasiado seguro de su inmunidad al virus del amor, de forma que ni siquiera pensó en vacunarse contra él. Tampoco fue consciente de los primeros síntomas: de cómo se ponía de buen humor al recibir una nueva invitación de boda, en lugar de compadecerse del pobre hombre al que habían cazado; de cómo ansiaba la llegada de la barra libre, para poder disfrutar de sus gratificantes conversaciones con Isobel; de cómo disfrutaba más haciéndose pajas que follándose a chicas tontas, pero apasionadas; de cómo Isobel cada día le daba más morbo; de cómo empezó a molestarse cuando veía a Isobel coquetear con algún otro invitado; de cómo especulaba cada vez con mayor frecuencia acerca de cómo sería Isobel en la cama; de cómo sus fotos preferidas eran aquéllas en las que aparecían juntos...Claro que, si Marcos hubiera sido un chico realmente inteligente, lo que debería haberlo preocupado de verdad era la manera en que le temblaban las piernas cada vez que Isobel y él se miraban fijamente a los ojos. Pero el subconsciente es sabio y estos momentos empezaron a ser evitados por Marcos, incluso de manera inconsciente. Aunque fue demasiado tarde.
El amor a primera vista no es demasiado grave. Se marcha con la misma rapidez e ímpetu con los que llega. Pero el amor verdadero, aquél que se gesta a base de pequeños momentos y detalles, ése no es tan fácil de esquivar y mucho menos de obviar.
Y, aunque Marcos era tonto de remate y un imbécil de mucho cuidado, fue lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que estaba enamorado de Isobel el día en que tuvo su primer gatillazo sólo porque el sexo puro y duro con desconocidas ya no conseguía excitarle lo suficiente.
Pero Marcos no era un cobarde y siempre se enfrentaba a sus problemas. Analizando la situación se dio cuenta de que si le confesaba a Isobel sus sentimientos lo más probable es que ella saliera corriendo. En primer lugar, porque sabía lo que ella pensaba del amor, las relaciones serias y el matrimonio. Y, en segundo lugar, porque, y esto era lo que más le asustaba, cabía la posibilidad de que sus sentimientos no se vieran correspondidos. Así que, después de mucho pensar, consideró que la mejor táctica para descubrir si Isobel sentía o no algo por él era utilizar el mecanismo de los celos. Y así fue cómo Marcos llamó a una antigua amiga del instituto y la invitó a ser su pareja oficial en la siguiente boda en la que él e Isobel coincidieron. Pero los resultados no fueron los esperados. Ella no se dignó a mirarle en toda la noche. Es más, parecía estar pasándoselo en grande en la mesa de los "solteros". Y llegó la barra libre e Isobel desapareció y, por más que Marcos preguntó, lo más que consiguió fue que un capullo al que no soportaba le dijese que creía haberla visto cogiendo un taxi después de la cena.
Ante su fracaso amoroso, el primero de toda su vida, Marcos pensó en emborracharse y olvidar, pero no le apetecía beber. Tampoco quería seguir en la boda, aunque le sabía mal abandonar tan temprano la barra libre. Así que decidió quedarse allí hasta las cuatro y algo de la mañana, hora en la que , tras consultar a su acompañante, decidió volver solo a su flamante apartamento. Sólo que esta vez no tenía ganas de sexo, si siquiera en solitario. Sólo quería dormir y olvidarse de lo que sentía por Isobel y de cómo ella había pasado de él. Pero aquella noche no consiguió su propósito y la luz del amanecer inundó su dormitorio sin que él hubiera conseguido pegar ojo.
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