Decantas con desgana los restos de esta tarde que se acaba, buscando en balde una llama que hace tiempo que no arde. Quema el sol que fallece en el borde inferior de los visillos descorridos. Quieres que sus últimos rayos penetren en tu piel, pero te aterra la destrucción que podría generar su moribunda combustión. Asustada, te alejas de la ventana, sumergiéndote en las sombras que devoran la vulnerabilidad de las almas más frágiles. Sólo allí te sientes a salvo. Acostumbrada al frío de su abrazo, tu epidermis de hielo sólo teme ya al calor de las hogueras infernales. Cierras los ojos, pegando tu espalda desnuda a la pared umbría. Palpas la superficie revocada hasta encontrar la minúscula hendidura y rascas poco a poco los restos de la pintura desconchada. Paras cuando tu dedo índice sangra. Dos lágrimas se desprenden de tu velada mirada. Al otro lado del tabique, tres topos en paro recortan unas uñas atrofiadas por falta de uso.
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