Aún no es invierno, ni siquiera un otoño frío, pero vuelvo a dormir con calcetines. Mis pies son dos témpanos de hielo y cuando se quiebren caeré al suelo, me derrumbaré como las Torres Gemelas y una gigantesca nube de polvo cegará a quienes se encuentren cerca. Mis cimientos nunca fueron buenos. Siempre se me dieron mal los legos. ¿Cómo sostener sobre mis hombros el peso del mundo sin raíces que anclen mis piernas a la tierra? La lana hace efecto. El hielo se derrite y asoma la carne. En menos de diez minutos duermo y sueño con pies de hierro y acero que sustentan enormes rascacielos de más de mil pisos. Una niña de cuatro años se asoma al alféizar de una ventana de lo que ella cree que es la cima del mundo. Una muralla de nubes la protege de esa realidad que más tarde o más temprano la noqueará, de todas esas almas que ni comprende ni comprenderá. Concentrada, tratando de atisbar un pedazo de lo que oculta el telón blanco, regula el flujo de oxígeno de su mascarilla para adecuarlo a su ansiosa respiración. Vivir por encima del resto de la humanidad tiene un coste, aunque muchos se empeñen en defender lo contrario.
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