Un copo de nieve se posa en la punta de una de tus pestañas. Parpadeas, pero la gota de cristal se adhiere con fuerza, obstinada, irreverente, desobediente. No quiere morir, no quiere besar el suelo y derretirse agonizante sobre esta tierra de inmigrantes. Te rindes y continuas caminando, ajena al frío que nubla ahora tu mirada.Te adentras más y más en el bosque. Cruje el hielo triturado por tus botas. Echas de menos el sol de los días claros de verano, pero no puedes renunciar al cortante silbar del viento ártico. Él sabe que no te irás, que no le seguirás hasta la orilla de ese mar meridional que ahogaría todas tus esperanzas y tus sueños. Su azul no es suficientemente limpio. Su brisa, demasiado cálida. Y, aún así, dudas (sólo sus manos saben envolver tus noches). Aceleras el paso porque te ahogas o te ahogas porque aceleras el paso. No sabes qué fue primero. No sabes esquivar el miedo. La fuga de una lágrima arrastra al copo de nieve hacia la muerte que consiguió esquivar en un primer instante. Sólo es otro pulso ganado por el destino.
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