Me pareció verte pasar, con tu pelo grasiento y tus gafas sin graduar. Sentí el impulso de reptar entre los huecos abiertos por tus manos, pero mis orgullosos pies se negaron a seguir tus pasos. Tu incierto perfil se perdió entre la masa de desconocidos, mientras yo trataba de negociar con la suela de mis zapatos, que hacían oídos sordos a mis súplicas. Mis rodillas permanecieron inmóviles, testarudas objetoras de conciencia, reticentes a combatir en una nueva guerra. Te vi marchar, a ti o alguien como tú, constreñida en la camisa de fuerza que ataba mis extremidades inferiores. Juré no volver a llamarte, no intentar buscarte, dejar de amarte; pero pesan como losas los años sin besarte, me aplastan contra el asfalto, como un insecto ejecutado de un contundente manotazo. Esperé a que fueras tú quien me encontrara, pero nunca organizaste un safari para cazar la fiera salvaje que hiberna en mis entrañas. Lloré abandonada en la sabana, mientras los aborígenes ensartaban mis pedazos en sus lanzas. Las lenguas de las hienas lamieron los últimos restos de mi sangre. Había gente que saltaba al ritmo de tambores que evitaban que se desatara la violencia. Depuse mis insuficientes armas y abandoné la escena del crimen. Las pestañas me escocían mientras se desprendían de mis párpados. Oí tu voz que me llamaba por la espalda. Fingí que era otra la que se licuaba en lontananza.
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