Sé quién eres y tú intuyes quién soy yo, las pestañas que te observan tras el antifaz, las metáforas que se balancean en las puntas de mis dedos enguantados, el volcán a punto de estallar bajo mi coraza de coral, el maremoto que azota los contornos de mi cuerpo. Me dibujaste en una noche de insomnio y, al amanecer, convertiste el folio sobre el que descansaban mis huesos en un avión de papel que despegó en el alféizar de tu ventana. Evité todas las pistas de aterrizaje que se cruzaron en mi camino y continué volando, incluso después de perder mis alas. Nunca me detuve, ni siquiera tras estrellarme en la meseta de tu esternón. Recompuse mis pedazos, separándolos de los tuyos y cabalgué sobre la primera ráfaga de viento que pasó a nuestro lado. Todos aplaudieron mi valentía y determinación, sin darse cuenta de que huía, por miedo a que borraras los pocos trazos que aún me otorgan una forma reconocible; pero fui yo misma la que acabó descomponiendo mi esencia, enterrándome en una tumba excavada por mis propias manos. Tu instinto arqueológico supo dar con el sarcófago que albergaba mis restos, aquéllos que no fui capaz de destruir por completo, esos cabezotas hijos de la gran puta que se negaron a desaparecer de este mundo para siempre. Sé quién eres y tú intuyes quién soy yo. Por eso cerraste la caja con candado y la escondiste en lo más profundo de tu armario.
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