Tal vez es mejor gritar, evitar que se pudran las palabras que estremecen nuestras cuerdas vocales y dilatan nuestras lenguas, recitar los ensalmos del desastre, vomitar todo el dolor, regar con lágrimas el eco de nuestros alaridos, expulsar hasta la última gota de la rabia que genera la injusticia y, después, cruzar los dedos y esperar a que amaine la tormenta. Puede que todo sea en vano, que nada mute a nuestro alrededor, que nuestros bramidos golpeen en los oídos sordos de la gente sin conciencia ni corazón, puede que el mal, una vez más, gane la partida, pero, al final del juego, nadie podrá acusarnos de no habernos dejado la piel sobre el tablero. A veces no es necesario dar jaque mate al Rey, sino que lo único que se nos pide es eliminar a alguno de sus peones para que otros puedan derribar al jefe de las negras. Lástima que el mal y el bien no siempre vistan el mismo color.
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