Anoche soñé con Marta. Gritaba, angustiada, agobiada, desesperada. Trataba de escapar de la prisión en que la confiné, de la cárcel en la que ella misma se encerró, del redil al que trataron de circunscribirla todos los hombres que no la amaron. Hubo un tiempo en que creyó que podría conquistar el mundo, pero fue el mundo quien la conquistó a ella. Confundiendo las luces de aproximación de las pistas de aterrizaje de los aeropuertos con estrellas de constelaciones sin bautizar por el ser humano, trató de arribar a una galaxia que siempre estuvo fuera de su alcance, pero acabó naufragando en la más terrenal de todas las islas desiertas, rota la brújula, partido el timón, miope incapaz de desentrañar las conspicuas señales del firmamento. Olvidó cómo nadar y nunca aprendió a volar. Por eso da vueltas en círculos, rodeando la única idea que podría desatar la corbata que merma la cantidad de aire que absorben sus pulmones. Pero, por más que piensa en el problema, no consigue hallar la solución. Las matemáticas no mienten, pero son esquivas a los amantes de las letras. Dos más dos no siempre son cuatro o quizá sea más exacto afirmar que el cuatro no siempre presenta la misma forma. La noche cae y sus lianas se aferran a sus muñecas, impidiendo que la sangre circule con normalidad, coartando los latidos de sus venas. Marta duerme la falta de oxígeno y yo la sueño de madrugada y siento sus gritos, su angustia, su agobio, su desesperación y pienso que también son míos y confundo el principio y el final de esta historia y no sé si anoche soñé con Marta o si es Marta la que hoy sueña conmigo. Sólo estoy segura de que alguien grita. Cada vez más fuerte.
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