lunes, 2 de junio de 2014

Monstruos (IV)

Llámame cuando no me quede nada que perder, cuando me hayan arrebatado todo aquello que me importa y yo misma sea lo único que conserve, cuando ya no tenga miedo (tampoco valor) y vivir o morir me resulte total y absolutamente indiferente, cuando el mundo se haya convertido en un chiste tan sumamente malo que ni siquiera provoque risa y sólo tú seas capaz de sonreír ante la ironía del desastre. Llámame entonces y dime que todo irá mal, pero que no importa, porque tú y yo somos más fuertes que los dioses, porque sobreviviremos a la desgracia y nos reconstruiremos a partir de nuestras cenizas, bebiendo nuestras lágrimas y alimentándonos de los pedazos de carne que no sepamos encajar en nuestro nuevo cuerpo. No moriremos, por mucho que lo intentemos, porque nacimos para resucitar y no para pudrirnos en la oscuridad de una tumba sin nombre, porque nuestra fuerza tiene su origen en lo que debilita a los demás, porque no tememos caminar a tientas, tampoco detenernos en el medio de un alambre, porque no nos asusta la caída y no ansiamos escalar hasta la cumbre, porque sabemos que la distancia entre el cielo y el infierno es un camino de ida y vuelta y sólo se aprende en los viajes, nunca en el destino. Llámame cuando ambos sepamos que ha acabado la fiesta de disfraces, que ha llegado la hora de quitarnos nuestras máscaras y dejar que los monstruos sepan que, a pesar de saber rugir, no pertenecemos a su especie. O mejor aún, llámame antes y cuéntame todo aquello que ya sé y, cuando hayas concluido tu relato, desenvainaremos las espadas y cercenaremos las cabezas de las bestias para poner fin a los cuentos de terror que impiden que los niños duerman por las noches. La tierra absorberá el veneno de su sangre y, tras el horror, volverán a florecer los árboles frutales. Poco importa que nadie nos crea. Ni siquiera nosotros mismos.

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