Sé que estás ahí, oculto entre las sombras, fantasma invisible a los mortales, espectro entretejido entre las hebras de mis sueños. Puedo sentir tus brazos etéreos rodeando con mimo mi cintura abandonada en el medio de esta noche huracanada. Noto la suave presión de tus labios eólicos, que cuelgan cual pendientes de mis erógenos lóbulos auditivos, sordos a todos sus requiebros cenicientos. Escucho el rumor de la brisa de tus susurros, aunque no entienda las palabras que componen su estructura. Sé que estás ahí, pero no quiero verte. Por eso cierro los ojos, aunque tu imagen aparece tatuada en el interior de mis párpados. Mi lengua te niega, mientras mis latidos deletrean en Morse las coordenadas donde anida tu cuerpo de bruma. Resbalan los días. Nuestras pestañas son limpiaparabrisas que tratan de eliminar los recuerdos que se deslizan sobre el cristal de la memoria. Sé que estás, aunque no quieras estarlo, aunque huyas de mí con la misma furia que yo trato de alejarme de tu lado. Corremos en círculos, sin darnos cuenta de que, a veces, la única forma de escapar es quedarse quieto, hasta que alguien te rescate del desastre. Buscamos salidas que aún no han sido dibujadas por el pintor que traza nuestros destinos. Tus manos recorren la columna vertebral de mi miedo más cerval. Un escalofrío conquista mi sistema linfático. Sé que estás ahí, aunque todos piensen lo contrario y esa certeza me desgarra hasta sangrar. Escupo sobre el asfalto un coágulo envenenado de reproches. Tú lo aplastas de un pisotón, convirtiendo el amor y el odio en una mancha con regusto de alquitrán.
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