Tu espalda está manchada de tristeza, pero nadie se da cuenta, porque tú miras siempre de frente, oculto tras una sonrisa que consigue convencer a todos de que hasta el último demonio fue expulsado hace tiempo del Paraíso. Pero a mí no me engañas. Yo camino siempre tras tus pasos, nunca delante de ti, yo contemplo el azul que desciende desde tus hombros a tus lumbares, yo siento las contracturas que palpitan tras los latigazos de la pena y escucho las malignas risas de los diablos a los que San Miguel no condujo a la salida. Yo sé que, más tarde o más temprano, te desplomarás sobre el asfalto, quebrada tu columna por el peso de certezas que nadie quiere nunca tener que aceptar, ésas que a todos ocultas tras un pecho henchido de optimismo, las mismas que, poco a poco, desgastan tus entrañas. Yo sé que las llamas, algún día, calcinarán las nubes de las que están hechas las alas de los ángeles, cayendo nuestras esperanzas en picado, hasta estrellarse en el centro del abismo. También sé que es mejor seguir andando, fingir que podemos alcanzar el final del camino y bucear en la piscina de la felicidad. Por eso te sigo y te ayudaré a levantarte hasta que sean mis propias rodillas las que ya no sostengan las toneladas de azufre que ahora cosquillean bajo mi nariz. El mundo se acaba, pero yo ya no deseo huir en dirección contraria. Por eso me aferro a ti.
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