Hay días en que la tierra tiembla y el suelo se abre bajo los pies. No ocurre siempre, sólo a veces, pero, cuando pasa, algún incauto se precipita en el abismo de una grieta adolescente. Y luego estás tú, la que debiendo caer se mantiene a flote sobre este maremoto de aguas turbias, de lodo incrustado con desgana sobre el blanco de los dientes, de barro adherido con ahínco a las plantas de los pies. Algo salió mal, pero ¿qué?, ¿cuándo?, ¿dónde? Dios se muerde las uñas. No está seguro de las consecuencias que se derivarán de la indeseada desviación. El destino es una granada sin anilla. Si lo dejas caer al suelo, explotará antes de que nadie pueda hacer algo por evitarlo. Pero siempre hay alguien que sobrevive bajo los escombros, que se niega a dejar de respirar, aun cuando ya no quede oxígeno, corazones que laten después de muertos, asesinando el ominoso silencio de los cementerios. El Hijo reza al Padre. Quiere resucitar sin tener que morir. Le aterra la oscuridad de la tumba: está plagada de gusanos que desean devorar su carne incorruptible. Tú tampoco quieres cerrar los ojos. El miedo es un mordisco que cercena tu lengua de un bocado. Cállate. Aún estás a tiempo de negar todas tus verdades, pero su Espíritu te convierte en metáfora volátil agitada por las últimas ráfagas del viento vespertino. Y vuelas, como una paloma que carece de hogar. Juraste que no volverías a hacerlo, pero otra vez estás huyendo.
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