Oigo mi voz, retumbando dentro de tu cabeza, amenazando con dinamitar el centro de tu cráneo, obligándote a recordar aquello que sólo querrías olvidar, incitándote a dar el salto, ése que ni siquiera yo me atrevo a dar. Oigo el rumor de mis lágrimas descendiendo por tu esófago, hasta desembocar en la boca de tu estómago. No serás capaz de digerir mi pena. ¿Por qué no me escuchaste? ¿Por qué te empeñaste en ser un héroe homérico en una época en la que ya nadie lee la "Ilíada"? Vomítame, extirpa todas y cada una de las partículas de mí que absorbiste sin querer, bórrame de tu piel. No dejes que quede ningún rastro que te permita volver hasta mí. Soy sólo un error, una equivocación de tu destino. Que no te engañe el brillo de mi filo. No son diamantes mis palabras, sino cristales de Swarovski, que se romperán al caer al suelo. Me miras, mientras yo bailo en la cocina, tratando de hipnotizar tu miedo con el ondulante vaivén de mis caderas. Te doy la espalda, pero te veo, reflejado en el cristal de la ventana. Sé que si me vuelvo no conseguirás rescatarme del infierno, pero necesito sumergirme una vez más en tus pupilas, antes de que comiencen a despreciarme al ser conscientes de que nunca hago lo que digo, ni siquiera cuando lo que digo podría precipitarme directamente en el vacío hacia el que ahora se dirigen todos y cada uno de tus pasos.
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