Cuando tú mueras, no lloraré. Ningún torrente de lágrimas podrá lavar la negrura de mi dolor. Durante tres días no comeré ni respiraré, pues no habrá ni alimento ni oxígeno capaz de llenar el vacío que tú dejes. Después, todo volverá a ser igual, aunque sea completamente distinto. El mundo se detendrá, desequilibrado por tu ausencia, pero sólo yo notaré la falta de movimiento. Los demás creerán que la rueda continúa girando, sin ser conscientes de la pérdida de una pieza fundamental del engranaje de la vida. Dicen que el tiempo cura todas las heridas, pero no es cierto. Cuando te vayas me abriré en canal: mi cuerpo separado de mi alma por una brecha imposible de salvar. No quiero pensar en ello. Prefiero imaginarte eterno. Si no lo hago me partiré en dos antes de que comience la Cuaresma que conducirá a un Santo Entierro sin Domingo de Resurrección. Esperaré y, cuando el Apocalipsis se acerque, me abrazaré a tu tumba, recordando el olor de tu amor, único reducto de consolación.
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