Después de rebautizar este cenizo viernes, no ocurre nada digno de mención en las seis horas de clase a las que Martina se ve obligada a asistir cinco días a la semana. Es fácil actuar como una autómata cuando tratas de bloquear unos sentimientos indeseados. El problema viene después, cuando tiene que decidir qué hacer con su interminable tarde libre. Normalmente se arrastra lenta y penosamente hasta la residencia, se tira en la cama y trata de dejar la mente en blanco hasta la hora de dormir. En ocasiones, incluso se salta la cena, no porque no tenga hambre, sino porque no se siente con fuerzas para levantarse e intentar interactuar mínimamente con los demás. Los días en que se encuentra peor se limita a tomarse una valeriana y duerme hasta el día siguiente.
Pero hoy está demasiado cansada para andar los diez minutos que la separan de su hogar temporal, así que opta por sentarse en el primer escalón con el que se tropieza y entra en estado catatónico en plena calle. Esto es lo que advierte a Sergio de que algo está cambiando, pero no tiene ni idea de qué se trata. Intrigado por esta nueva faceta del creciente autismo de Martina, Sergio decide apoyarse en una farola de la acera de enfrente y observar tranquilamente en qué queda la cosa. Daría su mano derecha por saber qué es lo que a Martina se le pasa por la cabeza en estos momentos, pero ella no piensa en nada ni en nadie. Evocar el pasado resulta demasiado doloroso. Centrarse en su insustancial presente carece de sentido. Pensar en un futuro medianamente soportable no es propio de alguien tan deprimido como ella.
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