No es cierto. No quería morir de sed en el desierto, pero no podía beber el barro de tus botas, ahogarme en tu saliva, sumergirme en tu mirada lasciva, convertirme en una suicida, sin posibilidad de huida, metamorfosearme en una yonqui de sonrisa torcida, en una vagabunda que duerme en las esquinas y sueña con ser enterrada entre bolas de naftalina. No, no sucumbiré a la llamada de tus dedos, ni al hipnótico movimiento de tus labios, pronunciando palabras de tres rombos separadas por puntos suspensivos en cursiva. Yo, que nací de tu costilla izquierda, no volveré a introducirme en tu costado. Me emanciparé de la esclavitud que me desvela, apagaré el pábilo que ilumina mi entrepierna y, a oscuras y en silencio, observaré la lenta deshidratación de mis órganos vitales hasta que, convertida en momia desecada, puedas soplar sobre mi cadáver, esparcir al viento mis cenizas y buscarme luego entre los ecos de esta tarde, que tan pronto se contrae como se expande.
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