El tiempo me muerde la muñeca, desgarra mi carne, bebe mi sangre. Trato de liberarme de su cepo, pero no logro desabrochar el maldito reloj. Un, dos, tres. Transcurren los segundos. Se acerca el fin del mundo. Rompo la esfera y pisoteo los cristales. Arranco las agujas, las doblo, las retuerzo, las muerdo. Saturno devorando a sus hijos. Ahora lo entiendo. La sangre de mi muñeca, en realidad, es la sangre de mi boca. Acabo de masticarme a mí misma y ni siquiera me ha dolido. Suicidio colectivo. El mío y el de todos los incautos que tratan de exprimir al máximo el tiempo que les resta. Momo los contempla con prismáticos desde el viejo anfiteatro y chasquea la lengua. Ende se revuelve en su tumba. Los hombres grises controlan todas las flores horarias y la Emperatriz Infantil fallece al mismo tiempo que el nombre que le regaló Bastian. La única Hija de la Luna que ha sobrevivido al paso de los años es la canción de Mecano. Todo lo demás es vano. Tú y yo cogidos de la mano nos descalabramos, nos desnudamos, nos matamos. Dos cadáveres momificados desde tiempos ancestrales, esperando sin pausa ni causa que algún argentino dibuje nuestro cronopio sin fama. ¿Estamos muertos o sólo tuertos? Se acaba el día y sigo sin encontrar la salida del túnel del sueño eterno. Ni Bogart ni Bacall me sirven de ayuda. Ellos también se perdieron entre el blanco y el negro de las puntas de sus dedos.
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