El olor de las rosas podridas elimina la posibilidad de la huida. Desabrochas deprisa la camisa. Se enmudece la risa. Tres gemidos atascados entre los dientes hacen estallar la garganta, revientan la laringe y abrasan la faringe. Prenden las llamas alrededor de la cama. Se deslizan las sábanas hasta el suelo. Desnudo el colchón, arde el fuego sobre sus muelles de latón. Crujen los cuerpos encima del metal. El humo nos ciega ya. Respiramos las cenizas del volcán. Nos deslizamos sobre la lava de Pompeya y Herculano para derretirnos a las orillas del Mediterráneo. Navegamos hasta el Egeo y sumergimos en sus aguas las brasas del incendio para que no se consuma este amor fugaz de estrella errante. Dos gritos simultáneos ahogados en el fondo del mar hacen crepitar la hoguera y son el preludio del alud de nieve que sepultará al sudoroso mes de agosto que agostó todas nuestras fuerzas. Tu mano yace inerte al principio de mi vagina. Mi boca, cepo de tu barbilla, muerde tu barba de dos días. La quietud de la batalla perdida. El mañana se tiñe de grana. Cierro los ojos y sueño con una noche calma, lejos de tus escápulas. Tu índice se activa. No hay otra salida. Dos embestidas. Fundido en blanco. Soy súbdita de todos tus dedos, fiel vasalla de la presión de tus manos, sierva de la gleba de tu boca entre mis piernas horadando cavernas. El olor de las flores marchitas. Tú y yo consumidos. Dos cuerpos abolidos. Dos sexos unidos por un hilo de doble filo. El final de una era. Ya nada es como debiera.
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