Tus dedos, manchados de la tinta de tus versos, tamborilean con desgana sobre el papel en el que viertes tus insomnios. Mis pupilas revolotean al compás de sus rítmicos movimientos, calculando el número exacto de usos indecentes que podría dar a tu índice, a tu corazón, a tu anular, a tu meñique y a tu pulgar. Cuando pierdo la cuenta, vuelvo a empezar, girando en círculos obsesivo-compulsivos en torno a la idea de que lo único que deberías (des)escribir es el contorno de mi cuerpo. Un nuevo estúpido concepto cruza tu mente divergente y retomas la pluma para tratar de dar forma a algo que, de por sí, carece de ella. Millones de palabras prohibidas cuelgan del techo de este cuarto comprimido, cárcel de las almas y los cuerpos que aún no han sido liberados de los grilletes del contrato social. El silencio de la madrugada secuestra un último suspiro. Nunca sabremos cuál de los dos no se atrevió a emitirlo.
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