Hubo una época en la que el cielo se cuajaba de estrellas nada más ponerse el sol y la gente contemplaba el nocturno firmamento a la caza y captura de algún astro fugaz y errante al que pedir un deseo que, muy de vez en cuando, se convertía en realidad. Después, el mundo se aceleró y perdió la fe y nadie tenía tiempo ni ganas para despegar la vista del suelo. Fue entonces cuando la mayoría de las estrellas se negaron a abandonar su hogar ante la falta de espectadores anhelantes por contemplar su brillo rutilante y su belleza sin par. Únicamente las más cabezotas y aguerridas continuaron saliendo cada noche, con la vana esperanza de encontrar un par de ojos extasiados por su magnificencia. Sólo algún que otro loco enamorado seguía loando las escasas constelaciones que permanecían ancladas en el cielo. Los astrónomos se limitaban a medir sus dimensiones y certificar su muerte.
Sandra no estaba enamorada ni entendía de astronomía, pero un día en que tenía unas ganas irreprimibles de llorar alzó los ojos para evitar que las lágrimas mojaran sus mejillas. Era invierno, hacía frío y el sol se había ido a dormir tres horas antes. Puede que el cielo ya no estuviera tan estrellado como antes, pero Sandra fue hipnotizada por aquellos diamantes rutilantes que flotaban a años luz de su cabeza.
Tras unos instantes de embelesada contemplación cerró con fuerza los ojos y pidió un deseo, justo antes de que su madre tirara con fuerza de su mano para acelerar el paso, mientras la regañaba por estar siempre en la inopia. Ninguna estrella fugaz que pudiera recogerlo cruzaba el firmamento en ese momento, pero todos los astros celestiales escucharon su deseo y se aliaron para convertirlo en realidad. Sólo tenían tres días para conseguirlo, pero ¿qué es el tiempo para quien ha existido casi desde el comienzo del universo?
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