Dormía desnuda, abrazándote en sueños, follándote a primera hora de la mañana, besándote justo antes de cerrar los ojos. Tú la querías o, al menos, creías quererla, porque estas cosas nunca se saben a ciencia cierta, tan sólo se intuyen cuando la felicidad se aleja. Primero fueron las bragas. Después una camiseta de tirantes. Por último, el pijama entero. "Hace demasiado frío", dijo ella y tú supiste que ya no la abrigabas como antes. La franela sirvió de muro de contención. Nunca te atreviste a despojarla de su envoltorio. Te contentaste con los pocos minutos de sexo que te regalaba de manera graciable. No todos los días, sólo de vez en cuando. Y mientras se duchaba antes de ir al trabajo, la contemplabas desde el otro lado de la mampara, elucubrando sobre quién sería él. Si hoy te preguntaran serías incapaz de decir quién dejó a quién. Ella fue quien cubrió su cuerpo, que antes te mostraba sin tapujos; quien hizo las maletas y cerró la puerta sin volver la vista atrás; también quien te puso los cuernos con un clon de su padre, a quien nunca le gustó tu barba de náufrago ni tus uñas mordidas. Pero eres tú quien te pones el termómetro todos los días, estudiando las variaciones de tu temperatura corporal, empeñado en que, en algún momento indeterminado, descendieron los grados de tus manos, obligándola a buscar el calor que tú ya no le aportabas. En toda ruptura, siempre hay dos culpables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario