Dices que te pierdes en los intersticios de mis dedos. Yo sólo me encuentro entre los tallos de tu barba de dos días, ésa que exfolia el contorno de mis labios y arranca cosquillas a las cara interna de mis muslos. Nuestras lenguas desatadas esculpen excusas incendiadas que prenden lenguas de agua que encauzan los suspiros que nacen en las ingles y mueren en los pies. A veces te odio. Otras también. Si se troncha mi cuello, mi médula te servirá de rehén. No pidas rescate a los dioses. Es en el infierno donde arde mi carne. Un agujero en la palma de mi mano. Una tumba abierta en el envés. No contemos hasta tres. Los disparos son truenos que retumban en mi sien. Hierros candentes en las vías del tren. Mañana no existe. Esta noche es de papel. Una piedra afilada rasgará la madrugada. Un rayo de sol chamuscará la punta de nuestras pestañas. No prorrogues la condena. No llores, aunque te dé pena. El esbozo de una sombra puede tener más consistencia que el cuerpo que la proyecta. Por eso al caer la tarde te sientes más vivo. Por eso escuece el humo que respiro cuando exhalas el último aliento de contrabando de tu cigarrillo. Dos granos de arena caen del reloj de tu muñeca. Sólo miden el poco tiempo que nos queda y lo mucho que nos cuesta. Ser sinceros. Ser violentos. Ser veloces como el viento. Dos robots petrificados lloran al creerse muertos. Tú palpas el acero de sus párpados y concluyes que es perfecto para ayunar en tiempo de Adviento. Yo me callo y no suspiro. No es la primera vez que no te olvido.
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