Todos parecen más altos cuando estás sentado. Contemplas el interminable porte de los presuntos gigantes, hundiéndote más en tu asiento, seguro de tu pequeñez, cabizbajo y avergonzado. Es de noche cuando vuelves a casa, absorto en la contemplación del suelo. Hay manchas negras en la acera gris. Podrían ser cucarachas. Algunas seguramente lo sean. Por eso las esquivas asustado, temeroso de aplastar su crujiente y minúsculo cuerpo. Nadie te espera en el piso vacío. Hace frío. Te quitas la ropa y te metes corriendo en la cama, tiritando, dudando. Se oyen gritos que quebrantan el hielo, que te sumergen en el agua congelada del río que pretendías cruzar, ansioso por llegar a la otra orilla. Esta noche, no. Esta noche, no. Por favor. Estás cansado. Necesitas dormir, pero si no haces algo pronto, dejarás de sentir todos tus músculos. Saltas de la cama y corres hasta tu escritorio. Folios en blanco y pluma. Después de dibujar el siguiente capítulo de La princesa de arenas movedizas consigues que la sangre estancada vuelva a circular por tus venas y, poco a poco, braceas hasta ponerte a salvo. Levantarte o morir. Exhausto tras la batalla, por fin puedes dormir. Nadie conoce exactamente tu estatura, porque sólo te yergues sin testigos. Te asusta demasiado comprobar que los gigantes que te humillan podrían ser aplastados como hormigas.
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