Hay dos clases de impulsos suicidas: aquéllos que te incitan a acabar con tu vida y aquéllos que te conminan a precipitarte en un abismo que no necesariamente te matará, es más, que incluso puede llegar a salvarte. El problema, como siempre, es el precio. Dejar de vivir es fácil, por eso es cosa de cobardes. Sumergirse en la más absoluta oscuridad abisal y confiar en que, en medio de toda esa negrura, se esconde la luz que te guiará hacia la gloria resulta mucho más complicado y harto difícil, casi imposible. No tener miedo de mancharte, de rebozarte en la mierda, porque sabes que es el único camino para limpiar tu alma, para desprenderte de todo aquello que te ata a esta tierra yerma y enquistada. Estar dispuesto a aguantar sus insultos, su saliva sobre tu cara, sus botas aplastando tu espalda contra el suelo, quebrando tu columna vertebral, creyendo que, con eso, te impedirán andar. Lo sabes. Sabes todo lo que implica salirse de su camino para encontrar el tuyo, los peligros a los que deberás hacer frente, todo lo que tendrás que abandonar. No te importa. Conoces el precio y lo pagarás, no porque quieras hacerlo, sino por ese impulso suicida que no logras acallar, que te revienta la cabeza desde dentro, que te reconcome como un parásito eterno. Coger una pistola y volarse los sesos es mucho más sencillo que lo otro. También mucho más barato. Por eso ellos no lo entienden. Ellos no comprenden que haya puntos que no formen parte de las columnas de sus gráficos. Ellos no conciben que haya polillas que huyan de la luz para explorar la negrura de la noche, aunque ni siquiera ellas sean conscientes de que hacerlo es la única forma de que sobrevivan para contemplar la claridad del día.
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