Hace calor. El aire acondicionado zumba en el salón, mientras una mosca liba los restos de melocotón que yacen sobre el plato de postre. Ella observa por un momento el espectáculo. Después, se levanta y se tumba en el sofá. Su lengua rebaña el dulzor que la fruta ha tatuado en sus labios. Debería ser más sencillo, pero no lo es. No hacer nada es tan difícil como necesario. Deja transcurrir las horas de calima, también las de penumbra. El sudor repele el sueño. La habitación se dilata para adaptarse al nuevo volumen del cuerpo incandescente. Las moscas, convertidas en legión, disfrutan del festín. El móvil suena de madrugada. Debería contestar. Podría tratarse de algo urgente; pero ella ya no quiere correr para salvar a nadie, mucho menos a sí misma. Cuando el sonido se apaga, mira la pantalla y certifica que hizo bien en no descolgar. El suyo es un amor a destiempo, incapaz de reunirlos en el mismo momento y lugar y ella ya está harta de perseguir fantasmas. El alba despunta clavando los primeros rayos de sol en su costado. Un reguero de sangre transparente empapa los cojines que la sustentan. Nadie jamás reconocerá la herida, mucho menos las consecuencias de la misma, porque sus huellas son tan invisibles como el arma que las dibujó. En agosto, las lágrimas siempre se evaporan antes de asomar a los ojos.
2 comentarios:
Acabo de ponerme al día con las paranoias de los últimos tiempos y sí.
Sí.
A destiempo, maldita sea. Describes perfectamente la sensación de vivir a destiempo.
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