Sí, Lucía odiaba los trenes y no sólo por la gran cantidad de horas que pasaba a bordo de ellos, sino porque todos sus malos recuerdos estaban asociados con este horripilante medio de transporte; comenzando, como no podía ser de otra manera, por el divorcio de sus padres.
A pesar de que ella sólo tenía cuatro años, todavía recordaba perfectamente, como si hubiera ocurrido ayer, el día en que acompañó a su madre a la estación de Atocha para despedir a su padre, un importante abogado que iba a Alicante por motivos de trabajo. “Sólo estaré fuera una semana, cariño. Y, cuando vuelva, te llevaré al zoo para que veas esos delfines que tanto te gustan”. Ni su madre ni ella pudieron imaginar que la semana se convertiría en un mes y, ese mes, en dos y que, cuando finalmente regresara a casa, sería para presentarles a la jovencísima y bellísima Margarita Ochoa Gutiérrez, la primogénita de su cliente alicantino. Desgraciadamente, su padre no había vuelto para llevarla al zoo, sino para pedir el divorcio.
Así que, desde bien pequeña, Lucía identificó los trenes con las múltiples promesas incumplidas de su padre, con la enorme depresión de su madre y con esa sensación de desamparo y abandono que siempre la había acompañado desde entonces.
No mucho tiempo después, cuando ella acababa de cumplir siete años, otro tren se encargó de arrebatarle al que, hasta entonces, había sido su único amigo: Delfín. Supongo que no es un nombre demasiado habitual para un perro, pero a Lucía siempre le habían gustado estos mamíferos acuáticos; por eso, cuando su padre le regaló un bonito cachorro de cocker spaniel inglés, pensando que así podría paliar el dolor que la ausencia paterna provocaba en su hija, ella no dudó ni un momento en cuál era el nombre con el que quería bautizarlo.
Es evidente que un perrito, por muy fiel y amistoso que sea, nunca podrá suplir el amor y los cuidados de un padre, pero a Lucía le habría sido mucho más difícil sobrellevar su existencia sin la inestimable ayuda y compañía de Delfín. El lindo cocker no sólo se convirtió en su compañero de juegos, sino también en su gran confidente; aquél a quien contaba todos sus problemas y preocupaciones, sus miedos y temores, sus escasas alegrías y sus grandes penas. Sin embargo, no tuvo la precaución de explicarle a Delfín lo malos y perversos que pueden resultar los trenes.
Así fue cómo, uno de los múltiples viernes en que su madre y su dulce perrito la acompañaron a coger el ALARIS que la llevaría a pasar el fin de semana con su padre, que ya entonces se había mudado a Valencia con su recién estrenada mujercita, Delfín, aprovechando los abrazos y últimos besos de despedida de Lucía y su madre, se alejó de ellas persiguiendo una llamativa mariposa. Y así, corriendo tras el alado y colorido insecto, saltó a la vía del tren, en el preciso momento en que éste hacía su triunfal entrada en la estación, arrollándolo sin compasión, mientras Lucía sólo tenía tiempo de cerrar los ojos para no contemplar el macabro espectáculo.
Tardó mucho tiempo en olvidar tan nefasto accidente e hizo el firme propósito de no volver a acercarse a una estación de ferrocarril; pero los adultos no suelen respetar los deseos de los niños y, dos semanas después de la muerte de Delfín, su madre la arrastraba de nuevo hacia Atocha y la obligaba a montar en aquel ALARIS asesino. Eso sí, aconsejada por el psicólogo al que la llevó para que superara su trauma y que era partidario de enfrentar a las personas con sus miedos más arraigados. Lucía, como no podía ser de otra manera, lloró, pataleó y gritó todos los viernes y todos los domingos en los que la obligaban a viajar en aquella máquina infernal; pero, tres meses después, acabó resignándose a su suerte y se alegró al comprobar que el viajar en tren sin armar ningún espectáculo supuso la ventaja de dejar de acudir a la consulta de aquel estúpido psicólogo, empeñado en demostrarle que Delfín no había sido su mejor amigo, sino un mero animal de compañía.
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