Lucía y los trenes lograron convivir pacíficamente durante un cierto período de tiempo, a pesar de que ella jamás olvidaba todo el dolor que los mismos le habían causado. No obstante, el armisticio no duró demasiado; pues, poco después de cumplir diez años, un viernes, cuando viajaba a Valencia, su madre la llamó al móvil para comunicarle la muerte de su querida y dulce abuelita. La entrañable viejecita había muerto de un infarto dos horas antes a bordo del Regional que la llevaba de vuelta a su pueblo, después de pasar las vacaciones navideñas con su hija y su nieta.
Es cierto que Lucía y su “yaya” sólo se veían dos o tres veces al año; pero el amor que sientes por una persona, en la mayoría de las ocasiones, no es proporcional al tiempo que pasáis juntos. Unas semanas al año pueden resultar más que suficientes para conocer y querer a alguien, sobre todo si esa persona tiene una sonrisa capaz de iluminar el rincón más negro del más oscuro túnel. Al fin y al cabo, si no hubiera sido por su abuelita, las Navidades sólo habrían sido una de las peores épocas del año; el momento en que su madre siempre recaía en la depresión de la mujer abandonada y despechada, los días en los que Lucía más echaba de menos una figura paterna que arrancara la botella de cava de las avaras garras de su madre para evitar que acabara vomitando en medio del pasillo, mucho antes de conseguir alcanzar la taza del wáter. Afortunadamente, “mamá Gloria” siempre estaba allí en esos momentos, si no para evitar la borrachera de su hija, sí para remediar sus consecuencias y, sobre todo, para lograr que su nieta fuera capaz de dormirse a pesar de los estentóreos gemidos y lamentos de su progenitora. Su abuela siempre creyó que eran los cuentos de princesas y dragones, brujas y hadas madrinas, duendes y demás seres fantásticos los que obraban el milagro; nunca supo que una sola de sus sonrisas era más que suficiente para sosegar los descontrolados latidos del corazón de su pequeña nieta.
Lucía sabía perfectamente que un infarto es una de las muertes más naturales que existen, pero en su fuero interno estaba convencida de que “la maldición de los trenes” había vuelto a atacar, cobrándose una nueva víctima. No obstante, no le quedó más remedio que seguir conviviendo con el cruel asesino, viajando en él dos veces por semana y esperando con auténtico pavor el próximo ataque.
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