El tenis fue el primer deporte al que me aficioné. No recuerdo por qué empecé a verlo, aunque supongo que porque cuando era pequeña me tragaba cualquier cosa que echaran en la tele. Nadie me explicó nunca las reglas del juego. Puede que eso fuera lo que me enganchó al principio. Tardé varios partidos en enterarme de todo; pero, finalmente, lo conseguí. Luego vinieron ellas: Steffi, Conchita y, por supuesto, Arancha. Steffi era la mujer de hielo, todo técnica y precisión. Conchita no llegaba a su nivel, pero le ponía más corazón. Y qué decir de Arancha: nunca daba un punto por perdido, corría a por bolas imposibles y luchaba hasta el final con uñas y dientes. Las tres disputaron grandes batallas entre ellas, con ganadoras diferentes en cada ocasión y consiguieron que amara este deporte. Ellas fueron las que me enseñaron lo importante que es el factor psicológico en el tenis y que no siempre gana el mejor, pero sí el que más busca la victoria. Después vino Pete. Con su saque y sus voleas era capaz de aniquilar la moral de cualquier rival. Hacerle un break resultaba prácticamente imposible y en cuanto cometías el más mínimo error ante él estabas muerto. Después fueron Martina y las hermanas Williams. La primera, una niña prodigio con una técnica perfecta y consciente de su superioridad que, finalmente, acabó derrumbándose psicológicamente. Y es que es difícil estar en la cima y más cuando tienes una madre que te trata como si fueras un robot. Y las Williams, rivales y hermanas, las primeras en ofrecer una alternativa ante Martina, todo físico y una técnica aceptable, además de un gran producto de márketing. Después de Pete no hubo ningún chico que me interesara realmente. Todos caían como moscas después de alcanzar la cumbre. Reyes pasajeros indignos de ocupar el trono vacante de Sampras. Y, entonces, apareció Federer. ¿El mejor tenista de todos los tiempos? Puede, pero a mí nunca me ha enganchado. Demasiado frío, demasiado perfecto. Y, sin embargo, incapaz de conquistar la tierra batida de París. Y en ella fue donde me enamoré de Rafa. La primera vez que le vi jugar comprendí que era una versión masculina y mejorada de Arancha. Le faltaba técnica, mucha técnica, pero le sobraba corazón y coraje y no tenía miedo de nadie, ni siquiera del omnipotente Federer. Todavía recuerdo la cara del suizo cuando el manacorí osó arrebatarle el único Grand Slam que le faltaba. Hacía tiempo que no me divertía tanto. Luego vinieron las otras batallas, casi siempre ganadas por Nadal, que en un tiempo récord se hizo con el número dos del mundo. Mejoró su técnica, pero ahí no radicaba su secreto. La clave, como en el caso de Arancha, residía en correr detrás de cada pelota como si le fuera la vida en ello, en ganar puntos imposibles, en crecerse ante la adversidad, en minar la moral de sus adversarios y en no rendirse nunca. Se proclamó rey indiscutible de la tierra batida, pulverizando todos los récords. Pero eso no le bastaba. Necesitaba dominar la hierba y concentró en ello todos sus esfuerzos. Llegó a dos finales de Wimbledon; pero, en ambas ocasiones, Federer impuso su técnica. Hoy ha sido diferente. Hoy Rafa ha conseguido hacer temblar al hombre de hielo, que ha acabado viendo tierra donde sólo había hierba. No ha resultado fácil. Roger ha opuesto toda la resistencia que ha podido. Se ha rehecho cuando todos le daban por muerto y, por un momento, ha conseguido que todos estuviéramos seguros de que ganaría su sexto título. Pero Rafa ha ido a lo suyo. No se ha dejado amilanar, ni siquiera después de perder los dos tie breaks. Esta vez el suizo también le ha puesto corazón; pero Rafa ha vuelto a demostrar que no siempre gana el mejor, sino el que más desea la victoria y, sobre todo, el que tiene más fe. Hoy he vuelto a vibrar con el espectáculo londinense, con una final para enmarcar, con una encarnizada y despiadada guerra psicológica. Esta noche Federer volverá a tener pesadillas con Nadal, mientras yo sueño con este mágico momento.
2 comentarios:
Ya me gustaría tener la mitad de la fe que Nadal tiene en sus posibilidades. Saludos.
Grande Nadal. Yo no soy un gran aficionado al tenis, pero reconozco, y no sin vergüenza, que soy de los oportunos que se apuntan a las finales épicas como la del domingo. Y qué final.
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