Nzinga, en otra vida, fue una princesa polaca, de piel de porcelana y ojos transparentes, cuello de cisne y cabello de oro de blanco. La única preocupación de sus manos, de dedos infinitamente largos y uñas de diamante, consistía en evitar agrietarse con el frío. Por eso Nzinga no acepta esta nueva vida consagrada a horadar una tierra baldía, agostada por un sol de justicia que, a pesar de su injusta inclemencia, no calcina la gruesa piel de betún que le ha tocado en suerte. Nzinga sabe inconscientemente que es una princesa, poco importa si polaca o africana. Por eso se entrega cada noche sin protestas a esos demonios blancos, mucho más poderosos que los jefes de su tribu, también más crueles y arbitrarios. Piensa que, algún día, la devolverán a esa tierra donde la palabra invierno se escribe con nieve. Desgraciadamente, no recuerda el río de su noble sangre derramada sobre un mar de hielo. No todo el monte es orégano en las praderas donde, aún hoy, pastan los bisontes. En todos los continentes hay mujeres cuyas vidas son truncadas antes de los treinta. Algunas, desgraciadamente para ellas, sobreviven al desastre, a la aniquilación de su dignidad, a horrores imposibles de tolerar. Sólo unas pocas mantienen la cabeza enhiesta, conscientes de su regia fortaleza, sabiendo que únicamente un auténtico caballero podría destruirlas. Pero ya no queda ninguno. Sucumbieron bajo las llamaradas de dragones ya extinguidos. Los monstruos que ahora pululan por el mundo sólo se arrastran por el suelo, carentes de esa nobleza de espíritu necesaria para levantar el vuelo y escupir fuego. Ellos no lo saben, pero, más tarde o más temprano, perecerán pisoteados por las damas de ébano y marfil, morirán encogidos, asustados, humillados. Será entonces cuando el bien, finalmente, habrá triunfado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario