lunes, 8 de octubre de 2012

Mantequilla

Llevo un corazón de metal incrustado en la muñeca derecha. Ya no recuerdo a quién pertenecía, ni cómo ni por qué se lo robé. Sólo sé que me queda bien. Hace juego con mis uñas de acero y mi brazo de hierro, con mi sonrisa de aluminio y mi mirada de níquel, con mis dedos de plata y mis manos de oro blanco. Cuando se me acelera el pulso, parece que cobra vida propia, palpitando al compás del torrente sanguíneo que circula por mis venas. Cuando me relajo, él, víctima de un infarto, se para en seco. Por eso vivo acelerada. Me gusta observar cómo late. Creo que evoca a su ex dueño, aunque ya no recuerdo de quién se trataba. Alzheimer prematuro de quien opina que todo tiempo pasado fue peor. Aún así, hoy prefiero ignorar su existencia, así que me mezo tranquila en un columpio del parque de debajo de mi casa. De repente, sin causa aparente, mi muñeca revienta dinamitada por el empuje inexplicable del metálico músculo. Mientras me desangro sin remedio contemplo a un hombre que abre su pecho y sustituye un corazón de mantequilla a medio derretir por mi apreciado corazón de metal. No vislumbro bien su rostro. Los ojos se me cierran sin querer. Su voz es lo único que distingo con claridad.
 
- Ahora todo vuelve a estar en su lugar.
 
Poco a poco recuerdo lo que tanto me había esforzado en olvidar. Casi sin fuerzas, susurro:
 
- Sólo te lo arranqué porque no me quisiste dar una mitad.
 
- No te confundas. Tú me pediste un regalo después de negarme un intercambio. Si hubieras estado dispuesta a partirte en dos todo habría sido muy distinto.
 
- Es curioso. Siempre supe que, más tarde o más temprano, acabarías conmigo.
 
Un beso tapona la herida. Si sus labios permanecen ahí el tiempo suficiente se regenerará la sangre perdida.
 
En su día, yo también cautericé la herida que le causé. Nunca he sido tan cruel como me pinto, aunque el problema es que sé que cuando él muera yo moriré con él. Puede que a él le pase lo mismo y que siempre hayamos estado unidos por puro egoísmo.
 
Mientras me recupero lentamente, una lacerante idea se instala en mi cerebro.
 
- ¿A quién pertenecía tu corazón de mantequilla?
 
No contesta. Ahora mismo no puede hacerlo. Si lo hiciera se escaparían los pocos hematíes que me quedan.
 
Él calla. Yo lloro. Noto cómo su puño golpea mi pecho. Suena a hueco. Recuerdo. Una vez fui más blanda de lo que pensaba. En realidad, aún lo soy. Por eso me derrito sobre el asfalto.

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