Un poeta muerto me susurra al oído las metáforas de lluvia que no tuvo tiempo de escribir. Yo las transcribo sin darme cuenta de que, poco a poco, van envenenando mis arterias, obstruyendo todos mis vasos sanguíneos, inflamando hasta la más estrecha de mis venas. A él también le pasó y terminó acostándose sobre los raíles de un tren que no supo parar a tiempo. Para no acabar como él me alejo de los hierros que me imantan con sus voces seductoras y me sumerjo en las aguas de un mar sin sal, en el que es imposible flotar. Cambio mis piernas por una cola cuajada de escamas plateadas y trueco mis pulmones por branquias de rana. La poesía acuática sólo se puede soportar en la profundidad más abisal. Ahora puedo respirar. Ya no hay lágrimas que derramar, ni tierra firme que añorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario