Contemplo el teléfono, pero no suena. Mis dedos dibujan sobre la mesa los trazos que componen las letras de tu nombre. No debería ser así. Tú no eres Él, pero la angustia de no tenerte es la misma. Compruebo el buzón de entrada de mi correo electrónico. Nada. Al menos, nada que tenga que ver contigo. Durante el resto de la tarde, lo actualizo de manera sistemática cada dos minutos. Es una forma de perder el tiempo tan estúpida como otra cualquiera. Quisiera saber lo que me espera tras las esquinas de esta noche, que se avecina más insomne que nunca. Tu sombra es sólo la sombra de la sombra de su recuerdo. El abismo bajo mis pies sigue siendo igual de inmenso. El vacío revolotea a mi alrededor y me abraza por la espalda. Extirparte y extirparle sin bisturí ni otro tipo de instrumento quirúrgico resulta casi tan imposible como creer que mañana será mejor que hoy. Mi inamovible fe en la omnipotencia del Desastre no me permite cerrar los ojos y avanzar guiada por el perro lazarillo de la Providencia. Creer o no creer no es lo que importa. La única diferencia entre ellos y yo es el dolor que me provoca esta apnea, de la que ellos ni siquiera son conscientes. Dicen que la única forma de exorcizar a los demonios es hablar de ellos, pero no se dan cuenta de que, al hablar, otorgamos entidad a cosas que, de otra manera, carecerían hasta de nombre o, al menos, de forma y descripción. Y de madrugada confundo su nombre con el tuyo y mezclo vuestras caras y vuestros cuerpos, creando un Golem aterrador, que amenaza con devorar hasta la última migaja del sudor que humedece mi colchón enfebrecido. No son suspiros los sonidos que abandonan mi garganta, sólo los crujidos de los huesos de los muertos que comienzan a resucitar en mis entrañas.
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