El epicentro del amor está situado en el ático del estambre más alto de la rosa más lasciva. Destrúyeme. Redúceme a la nada. Escarba entre la arena de las dunas que flanquean las orillas de mi esternón. Desentierra los huesos de mis costillas. Róelos, como un perro hambriento al que nadie sirve ni un gramo de Friskies, como una hiena sin escrúpulos que se alimenta de cadáveres a medio descomponer, como un "gusano zombi" que devora con ansia el esqueleto de una ballena que se pudre en el fondo del mar. Dota de literalidad al agujero que ahora siento abierto en el medio de mi pecho. Vacíame. Aniquílame. Olvídame. Deja que otros carroñeros terminen de masticar mis restos. Hay partes de mí que nunca fuiste capaz de digerir. También a mí se me atragantaron algunas de tus palabras. No tenía que ser así, pero lo es y no merece la pena seguir tratando de cambiar aquello que, por definición, es inmutable. Escucha los susurros que el viento arranca a las hojas cenicientas de los árboles que sobrevivieron al incendio. Hablan de ti y de mí, de lo que una vez fuimos, de lo que ya no somos y de lo que jamás volveremos a ser, de altares vetones confundidos con sillas reales, de la sangre sacrificada en honor del dios de la guerra, del granito teñido de granate, de mis lágrimas desperdiciadas tratando de convertir en fértil un suelo que siempre será yermo, de nuestras uñas entrelazadas antes de que el hacha ritual separe para siempre nuestras vidas. Sólo te pido que seas tú el verdugo, que acabes aquello que empezaste, que evites que mi carne sea ofrecida al cielo, porque mi carne es sólo tuya, aunque otros hayan mancillado su envoltorio.
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