Deja que reviente, que se desparrame todo el pus enquistado y luego la sangre envenenada, sucia y espesa, hedionda e infecta. Esparce por el mundo todo eso que te mata lentamente, que ralentiza los latidos de tu corazón, que paraliza poco a poco tus pulmones, que colapsa tu aparato digestivo y desgarra tu fina piel. Contágiales tu enfermedad y contempla su agónico fallecimiento. Tú también morirás, pero al menos habrá más cadáveres con los que rellenar el enorme abismo de tu tumba.
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