No se me dan bien las declaraciones de amor, por eso nunca las hago. Prefiero que creas que te odio a que sepas que se me derriten el corazón y las entrañas cada vez que te aproximas (a veces, también cuando estás lejos). Yo, que siempre me reí de Bécquer, entiendo ahora sus palabras. "Hoy la he visto, la he visto y me ha mirado. Hoy creo en Dios", "Por una mirada, un mundo. Por una sonrisa, un cielo. Por un beso... yo no sé qué te diera por un beso" y tantas y tantas otras rimas que ponderan el valor de una mirada. Sí, Gustavo Adolfo tenía razón. Hay ojos omnipotentes, capaces de mover montañas y vencer ejércitos, de derribar murallas y resucitar muertos. Puede que los tuyos no pertenezcan a tan poderosa especie; pero, cuando tú me miras, todo lo demás carece de sentido. Y, aún así, tienes algo más turbador que tu mirada y es esa sonrisa de niño travieso de seis años, justo después de cometer su última trastada. Eso es lo que acabará conmigo. Esa ligera elevación de tus comisuras y simultáneo achinamiento de unos ojos más brillantes que nunca. Y, sin embargo, tú no lo sabes. No tienes ni idea de que cuando te vuelvo la cara es para no quedar petrificada, hipnotizada por esos labios que se curvan tan lejos de los míos, idiotizada por unos ojos que ni Bécquer habría sabido loar adecuadamente, herida de muerte por la espada de la imposibilidad de un amor más imaginado que real.
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