Una copa de vino cae al suelo. Se rompe en mil pedazos. Un millón de astillas de cristal se clavan en tus manos. Un grito que envuelve la sangre. La sangre que se mezcla con el vino. Rojo y grana. Tan sólo grana. Tres taninos se refugian en el paladar. El grito se disuelve en la noche más larga del año. Dos lágrimas descienden a los infiernos. No encuentran ni a Eurídice ni a Orfeo. Se evaporan antes de tocar el incandescente suelo. Desaparecen de este mundo y del otro. Ya no son. Como tú y como yo, que dejamos de ser hace tanto tiempo que ya no recuerdo si en algún momento llegamos a existir. Incrustas las esquirlas de vidrio en cada uno de tus poros. Secas con tu lengua la bebida de Baco. No quedan restos del accidente. Sólo tú, convertido en sangrante erizo de Swarovski, constituyes una prueba del desastre. En otro tiempo, en otro lugar, en un universo paralelo que no terminamos de inventar, era yo quien te lamía las heridas. Huelo el hierro de la sangre derramada, mezclado con la barrica del Rioja malgastado. Presiento el escozor de los desgarrones de tu piel. Quisiera correr a vendarte. Quisiera poder curarte. Pero no quiero ni puedo. Tú no me rescataste. No me salvaste. Dejaste que mi mano resbalara entre tus dedos. Contemplaste cómo era engullida por la nada. Te odié y luego te quise y ahora no sé si ansío dibujar tu fin o tan sólo verte sufrir hasta un segundo antes de morir. Me borraste de tu lista de sueños y yo te mecanografié en el DIN A4 de mis pesadillas. Híncate de rodillas. Suplica por tu vida. Sólo yo puedo resucitarte de entre los muertos. Sólo yo puedo condenarte a un suplicio eterno. Dame la mano. No la sueltes. Deja que sangremos juntos. Deja que muramos atravesados por el mismo filo. Convirtamos estos dos cuerpos agonizantes en un único cadáver. No tengas miedo. No es el fin del mundo. Acabó hace mucho tiempo, cuando Juan escribió el Apocalipsis. Ahora sólo tenemos que leerlo e interpretarlo. Los demás seguirán viviendo. Sólo tú y yo certificaremos nuestra defunción. ¿Acaso importa? Puede que no sea la costilla que te falta, pero durante un tiempo fui la coraza de tus pulmones. Por eso ahora te ahogas. Por eso buscas aire en bocas incapaces de insuflarte el oxígeno necesario para alimentar tus músculos. Por eso, la próxima vez que cierres los ojos no tendrás fuerzas para volver a abrirlos y, ciego enfebrecido, ya sólo sabrás descifrar el braille de mi cuerpo.
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