El baile que no bailamos es lo único que nos une. Tú te me quedaste mirando. No te atreviste a acercarte a mí, darme la mano y sacarme a la pista. Yo te frené con mis pupilas más gélidas. No hacía falta decir nada. Ambos sabíamos que, en el momento en que nos abrazáramos, ya no podríamos soltarnos. Yo no te convenía o puede que tú simplemente no me quisieras en tu vida. Y, sin embargo, ambos sabemos que teníamos que haber girado ese vals, fundidos dentro de una espiral de la que jamás habríamos sido capaces de escapar. Tarde o temprano el destino nos reclamará ese baile que no le dimos. Me aterra ese momento. Por eso siempre huyo de cualquier lugar en el que suene música. Me asusta que tú puedas estar allí. Me da miedo que tengamos que pagar nuestra deuda. Anoche soñé con un callejón sin salida. Oscuridad. Silencio. Sólo se oían un par de ratas royendo queso. Te acercaste decidido, me tendiste la mano, me abrazaste con fuerza y me obligaste a rodar esas vueltas que tanto he tratado de evitar. Te dije que no se puede bailar sin música. Seguiste girando. Traté de despertar. No recuerdo nada más, pero no soy capaz de abrir los ojos. La cama es ahora la que da vueltas y no quiero ver ese cuerpo que respira en mi oído izquierdo. El baile que no bailamos es lo único que nos une. Todo lo demás es sueño y tú no eres ni serás mi dueño.
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