Abrirse o no abrirse el cráneo. He aquí la gran cuestión. Podría hacer una lista de pros y contras, pero es evidente que ningún sistema racional puede ser utilizado para tomar una decisión totalmente irracional. En realidad no hay decisión que tomar. Tiene que encontrar su número o extirparla de su memoria. Romper el occipital y escarbar. El pico de la mesa servirá. Ponerse de espaldas a él y dejarse caer, con fuerza, una y otra vez, hasta oír el crujido del cascarón y, entonces, intentar sacar la yema.
El puño derecho cerrado, asiendo un vacío húmedo que jamás podrá llenar su ausencia. Los ojos clavados en un techo más blanco a cada instante, tan blanco que la ciega. Los ojos bien abiertos, pero ya no ve nada. Tampoco siente la frescura del agua que se desliza bajo ella. El vacío. Eso sí que lo nota, pero ya no le importa. No moverá ni un dedo para colmarlo. La nada. La nada que la invade y que la llena. Su mejor y más fiel amiga. Ya no se separará de ella. Debería levantarse, enjabonarse, aclararse y salir de la bañera; pero prefiere permanecer así, acostada, quieta, hipnotizada. O, al menos, debería cortar el grifo. Hay sequía. El agua es un bien escaso. No debería malgastarla. Levantar el pie. Cerrar el grifo. Volver a sumergirse en la nada. Pero no puede. Ni ahora ni nunca. Sabe que ya no será capaz de volver a moverse. No hay motivo ni razón para hacerlo. La nada no le exige ninguna acción. Sólo su entrega incondicional. Eso no requiere ningún movimiento. Ni siquiera esfuerzo. Es fácil. Por eso se entrega a ella.
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