Camina con los ojos cerrados. Si los abriera dejaría de sentir el áspero roce del viento y no podría escuchar los suspiros del aire. La gente la mira, pero no le importa, porque no los ve, sólo los intuye y el mal hace menos daño si no tiene forma, si se reduce a una mancha indeterminada que acecha al otro lado de la cortina. Algunos le gritan, dándole instrucciones para que no se estrelle contra un árbol, ni sea atropellada por un camión, pero ella conoce de sobra el camino y todos y cada uno de sus obstáculos. Son mapas tatuados en su instinto y en las plantas de sus pies, puzles que aprendió a encajar cuando todavía dormía en cuna, líneas de puntos que unen los lunares de su espalda. Sólo él estaba sin trazar. Por eso no pudo evitar chocar.
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