Desde que no estás, mi casa es un cementerio de ropa sin enterrar, de artículos en desuso sin clasificar, de platos sucios sin fregar, de facturas sin ordenar. Miro por la ventana y sueño con el mar, con el viento que genera las olas y la espuma que eriza su calma. No hay reproches por mi parte. Entiendo que era fácil la elección, pero si me aparto del centro de la tierra se quebrará mi voz. Seguirte no es una opción. He de quedarme para rellenar el lado izquierdo de mi colchón, fingiendo que no me invade el frío del hemisferio vacío, obviando el vaho que exhala mi aliento, otorgando densidad al tiempo ceniciento y cruento. En el piso de arriba alguien tira de la cadena del váter. En el de al lado gritan animando a su equipo. El de abajo suena a sepulcro de horas muertas. Cojo el teléfono y hago tres llamadas, sólo para asegurarme de que aún existo, de que aunque tú me olvides hay gente que no lo hará. Cena fría y ducha caliente, antes de regresar a la cama a dormir tu ausencia, a soñarte como penitencia por no retenerte con violencia, dejando que como un globo de helio ascendieras hasta las inalcanzables nubes. Juego a que no existes. Cierro los ojos y espero, pero tengo miedo. Si me desvelo no podré acunarme entre tus dedos ni abrigarme con las hebras de tu pelo.
1 comentario:
Jugar y esperar. O jugar a esperar; de eso se trata.
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