Los días en los que se producen los grandes cambios son exactamente iguales a aquéllos en los que nada muta a nuestro alrededor. Ningún indicio externo anuncia los giros de 180º. Ningún síntoma interno advierte de la proximidad de la destrucción de nuestros cimientos más básicos. Te levantas por la mañana sin sospechar que tu mundo está a unas horas de volverse del revés. Actúas como si todo fuera bien. Haces lo que haces siempre. Caminas, hablas, trabajas, te paras, escuchas, comes, corres, lees, cenas... Todo transcurre por el cauce predeterminado y tú te ufanas de la simplicidad de la mente divina, desposeída de la capacidad para sorprenderte mínimamente. Entonces, sin previo aviso, tiene lugar el gran cataclismo y ya nada volverá a ser como antes. No se trata sólo de que el golpe te haya pillado con la guardia baja, es que sabes que nunca podrás recuperarte de ese gancho de izquierdas. Tu inseguridad innata se desmigaja y tus creencias más firmes se vuelven de cristal. Tratas de huir de lo que no se puede huir y, al darte cuenta del callejón sin salida en el que te hallas metida, sólo se te ocurre escalar la empinada pared que te puede separar de la red que te quiere retener, pero las puntas de tus dedos carecen de la adherencia necesaria para caminar en vertical y te quedas mirando al cielo, buscando una estrella fugaz a la que pedir un deseo que sabes que jamás se te concederá.
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