Un reloj señala la hora del desastre. El momento se acerca. Ni tú ni yo hacemos nada por evitarlo, más bien, todo lo contrario. Será divertido sumergirse en la nada, bracear en las aguas del agujero negro, respirar el vacío, sorber la ausencia de oxígeno. El reloj avanza. Nos miramos. Sonreímos. No vemos al niño que se acerca, que lo coge, que lo mira y que lo estrella contra el suelo. Se detiene el tiempo. Gritan nuestros cuerpos, ávidos de desgracias que justifiquen el dolor en el pecho y el nudo en el estómago. Vomitamos nuestra pena. Arañamos nuestras manos, tratando de asir ese atisbo de esperanza que sólo puede proporcionarnos el prójimo. El niño se aleja gateando. Aunque no lo parezca, sólo los bebés controlan su destino.
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