Sé que te irás. No tiene sentido luchar. Hoy me he dado cuenta. No sé por qué. Lo más gracioso es que, por primera vez en mi vida, he aceptado que hay algo que no puedo cambiar. No, no me importa reconocer la inevitabilidad del final, porque sé que, aunque te vayas, no se acabará. Podrás cruzar el charco. Podrás nadar. Podrás rezar. Pero, por mucho que lo intentes, habrá imposibilidades que no dejarás de anhelar. Yo me quedaré aquí a contemplar el lento naufragio de su imperio, porque para mí será fácil resistir. Yo siempre hago lo que quiero, poco importa el dictador que determine la lista de los próximos ejecutados. Tienes razón, cuando el derramamiento de sangre es injusto, a veces, lloro de rabia. Qué más da. Tengo demasiados asideros para que sus flechas me lleguen a alcanzar. Te pediría que te quedes, por ti, por mí, para vengar todos los crímenes que la nobleza cometió contra el pueblo, para abolir la servidumbre y apuñalar a la censura, para instaurar el Siglo de las Luces. La libertad, la igualdad, la fraternidad. Pero todo ello conlleva exigencia de responsabilidad y ellos prefieren lavarse las manos como Pilatos. Yo no. Yo la mataré a ella y a todos sus secuaces. Conozco el precio y no me importa pagarlo. Todos temen a la muerte. Yo también, pero, como afirmó Lawrence de Arabia, mi miedo es cosa mía. Vete. Mejor ahora que después. Tiemblas. Tiemblas ante la idea de perdernos, de dejar de ser quienes somos, de que nos atraquen por sorpresa y nos roben nuestra esencia. No te preocupes. Ellos no saben quiénes somos, así que se irán contentos si les entregamos nuestras máscaras y disfraces. Pensarán que nos han robado el alma, pero el alma no se puede robar. Lo sé. Han intentado arrebatármela demasiadas veces. Una vez me torturaron. Quería dársela para que pararan, pero acabé escupiéndoles a la cara. Mi alma es eso. Una constante afrenta a cualquier tipo de autoridad que pretenda restringir la igualdad, la libertad, la fraternidad. Es una mierda. Cualquier día me decapitarán o, mejor dicho, lo intentarán. Mi cuello es fino, pero resistente, igual que el de Ana Bolena. La mataron para evitar que su hija subiera al trono. Ella murió para lograr justo lo contrario. Su cadáver fue el último en reír. Ése es el problema, hay muertes que, en sí mismas, son una victoria. También vidas. Y luego están los otros, los héroes, los insensatos que buscan desesperadamente la muerte, porque no soportan las injusticias de esta perra vida y buscando ese final prematuro alcanzan la gloria eterna. Como Agustina de Aragón en Zaragoza. Como esa hormiga que aplastas y sobrevive en un intersticio de la suela de tu zapato. Yo también sobreviviré a todos sus ataques, porque no tienen puntería ni miden bien la distancia entre mi cráneo y sus balas de cañón.
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