Si me acuesto con él, ya no podré estar contigo. Me adheriré a su cuerpo, a su polla, a sus manos y a sus labios. Me pegaré a sus ideas, a sus palabras, a sus risas y a sus llantos. Será imposible volver a separarnos, recuperar nuestra forma primigenia y envolvernos en una piel que sólo sea nuestra. No volveré a pensar en ti. Olvidaré tanto las razones que me precipitaron lejos de tus brazos como los motivos que me imantaban de vuelta a ellos. Borraré las imágenes que generaba el parpadeo de tus ojos y dejaré que se desvanezca el olor a Diesel de tu cuello. Él, simplemente, adquirirá por usucapión el triángulo de las Bermudas situado entre mis piernas, el mismo que te habría pertenecido a ti, si te hubieras dado cuenta de que el amor es una guerra y, como en toda guerra, no hay que dejar vivo a ninguno de tus enemigos. Aún resisto, pero el sonido de las trompetas ya comienza a resquebrajar las murallas de Jericó. Es el principio del final. Poco importa el resultado. Sé que perderé mucho más de lo que gano, pero dentro de poco no seré consciente de mi derrota. Cuando me diluya en él, me desprenderé de ti. Muchos lo considerarán una victoria, pero ambos sabemos que estamos abdicando sin luchar, convirtiéndonos en miembros amputados que renuncian a la posibilidad de ser injertados en el cuerpo al que una vez pertenecieron. La tierra se cubre de sangre y ni tú ni yo derramamos una lágrima al contemplar este amor herido por flechas que no pertenecen a Cupido. Convertida en el mayor de todos tus lastres, me arrojas por la borda, obligándome a naufragar en el mar de su saliva. Es un túnel sin salida. Sólo nos quedan siete días para evitar que nuestras vidas se reduzcan a un puñado de piedras sin morfina.
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