Te escuché mucho antes de que llegaras, cuando pegué mi oreja a los raíles del tren, cerré los ojos y me perdí en el traqueteo del vagón que te custodiaba. Sentí tu aliento, exhalado de forma sincronizada con el humo que escupía la locomotora de vapor que propulsaba tu lento avance a través del medio Oeste americano. Deseé con todas mis fuerzas que pudieras desafiar las leyes del tiempo y el espacio, que transcurrieran los años a la velocidad de minutos y los siglos cambiaran en un abrir y cerrar de ojos, que el Océano Atlántico se secara, que sus aguas no frenaran tu viaje, que nuestros cuerpos colisionaran sobre un antiguo lecho de algas, concibiendo sueños híbridos, tan húmedos como agostados. Pero nada de esto ocurrió y quien llegó a mí, no fuiste tú, sino tu eco, el trazo de tus palabras sobre papeles que debieron ser quemados, pues, reducidos a cenizas, no habrían ocasionado ningún daño. Como decía, una parte de ti llegó finalmente hasta a mí, dentro de unas alforjas que nadie jamás se molestó en vaciar. Leí la parte de tu historia que decidiste consignar y adiviné todo aquello que callabas. Me enamoré de ti o de lo que creí que eras y recordé las imágenes que poblaban mi mente cuando, de niña, me acostaba sobre los raíles de la estación abandonada de mi pueblo. El resto del contenido del baúl del tatarabuelo indiano te era completamente ajeno. ¿Fue él quien encontró tu cadáver? ¿Pudo acaso darte muerte? ¿Por qué conservó algo cuyo valor sólo yo puedo apreciar? ¿Acaso él también era consciente del tesoro? Calla. No digas nada. No me cuentes los pedazos que faltan de la historia. Deja que la verdad permanezca oculta, sustraída al Gran Hermano que nos vigila cada noche, que duerma para siempre en los brazos del olvido. Pero hubo testigos objetivos que transmitieron todo aquello que me es esquivo. Aunque no las entienda, sé que es de ti de quien hablan las incordiantes chicharras de este agosto enfebrecido.
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