Llueve. Llueve tan fuerte que las gotas de lluvia se cuelan por el marco de la ventana y una gotera del tamaño de un puño nace en una esquina del techo de mi dormitorio. Truena. Truena y relampaguea. Se va la luz. Si fuera una chica normal gritaría y desearía tener un hombre grande y fuerte a mi lado al que poder abrazar con desesperación hasta que todo termine. Pero no soy una chica normal o, al menos, no busco ni deseo la protección de nadie. En realidad, no me asustan las tormentas y menos si son de verano, pasajeras, cálidas, efímeras. Contemplo a la luz de los relámpagos las gotas que caen del techo. Cierro los ojos y me concentro en su monótono repiqueteo. Tac, tac, tac. Es el mismo ritmo. Exactamente el mismo. Ya puedes decirlo. Tú, ilustre poeta, ya puedes recitarlo en tu próxima elegía a nuestro amor muerto. Tú y yo follábamos al compás marcado por el metrónomo de las gotas de lluvia que caían del techo de nuestro cuarto. Perdona. Se me olvidaba que no te gusta robar versos y mucho menos si son míos. Llueve. Llueve tan fuerte que ya no me acuerdo de lo mucho que te echo de menos. No sé si la cortina de agua será capaz de enmascarar la mentira. Está bien. Seré sincera. Siempre fuiste una tormenta de invierno.
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